DOMINICANOS Y HAITIANOS
Roberto Cassá
El propósito de este escrito es replantear rasgos distintivos de las dos formaciones nacionales de la isla de Santo Domingo, con el fin de validar la tesis de Duarte acerca del derecho de los dominicanos a disponer de la autodeterminación bajo una perspectiva democrática y social avanzada, origen ideológico de la implantación del Estado dominicano.
El caso casi único de dos naciones en un espacio insular reducido está llamado a persistir como cuestión vital para la conveniencia de ambas partes. El derechista Claude Joseph, enemigo declarado de los dominicanos, ha llegado a admitir que le resulta algo así como traumático la existencia de la República Dominicana, con lo que trasluce su propósito de provocar daño, en convivencia con círculos internacionales que obran bajo premisas de conveniencias mezquinas que obvian los procesos históricos en que se ha formado el pueblo dominicano.
En la presente circunstancia histórica continúa vigente la imposibilidad de una fusión entre las dos naciones, dadas sus características formativas diferenciadas y la persistencia de un ordenamiento nacional dominicano con capacidad para perfeccionarse a partir de claves democráticas. Aunque un ordenamiento nacional, como cualquier otro, no es estático, en el largo plazo se reproducen componentes y efectos junto a modificaciones.
Es lo que acontece hasta el presente entre los dominicanos, a pesar de tendencias de replanteamientos en las últimas décadas, que incluyen una masiva inmigración haitiana, la emigración de numerosos dominicanos, valoraciones culturales inéditas, recomposición de las fragmentaciones sociales y, en fin, el fenómeno de la
globalización.
A la luz de estas situaciones, se precisa revisar las matrices diferenciadas de las formaciones sociales de la República de Haití y la República Dominicana.
Tras la conquista española primeramente surgió un ordenamiento que dio lugar al pueblo dominicano. Algo tan elemental es escamoteado en sesgados discursos revisionistas carentes de asidero empírico y elaboración intelectual. La nación dominicana fue producto en el siglo XIX de la traducción en el plano político de la formación de un conglomerado integrado.
Su clave principal radicó en la interrelación de las culturas preexistentes en un prolongado proceso de mestizaje condicionado por la explotación social bajo el dominio colonial. Pero ya desde mediados del siglo XVI la colonia de Santo Domingo conoció tendencias integrativas criollas únicas, como lo ha expuesto Genaro Rodríguez, el especialista por antonomasia de ese período gracias al examen exhaustivo de la documentación.
La pobreza, el debilitamiento de la economía esclavista, las emigraciones de blancos y la formación de un conglomerado básicamente derivado de la mezcla de africanas y españoles y descendientes, como es bien conocido, son algunos de los factores que incidieron en tal sentido.
En el siglo XVII estos procesos se radicalizaron con el estado continuo de guerra en tierra, el cerco de los corsarios, la ruina de la economía de exportación, el cese de la trata negrera, la disminución de la población esclava y el acercamiento de los sectores étnico- sociales.
Desde la segunda mitad de ese siglo se hizo minoritaria la proporción de esclavos -entre los que predominaban los domésticos y jornaleros-, y por fin la mayor parte de la población pasó a ser resultado del mestizaje. Esas tendencias, aunque con peculiaridades, se consolidaron en el prolongado y pacífico siglo XVIII, a lo largo del cual se apuntaló un patrón atrasado de economía ganadera y con él se desdibujaron muchos aspectos de las distinciones culturales entre amos y esclavos.
Los esclavos quedaron reducidos a menos de 20% de todos los habitantes, mientras los pardos y morenos libres se aproximaban al 70%.
Por tanto, la clave distintiva de la constitución del pueblo dominicano fue la tendencia integrativa, que se superpuso a las regulaciones racistas y exclusivistas del orden colonial. Aunque, como era consustancial en un estatus de ese género, estaba presente el racismo en los sectores dirigentes y la temática del color permeaba el
conjunto de las relaciones sociales, se consolidaron los reconocimientos comunes como fruto de los acercamientos en los procesos productivos.
En torno a las identidades se planteó una distinción respecto a la metrópoli, por una parte, a pesar del síndrome
hispanista compartido, pero sobre todo respecto a la colonia vecina, tanto en cuanto al francés como al esclavo africano. Entre los descendientes de africanos en Santo Domingo se formó un patrón de diferencia respecto al esclavo de Saint Domingue, como correlato de la asunción de parámetros de la cultura española y criolla y de los procesos sociales y demográficos integrativos.
En Saint Domingue, la colonia francesa surgida en la segunda mitad del siglo XVII, la situación no podía ser más contrastante. Se tornó desde mediados del siglo XVIII en la colonia de plantación por excelencia, la principal dependencia de la metrópoli y, poco más adelante, el establecimiento colonial que mayores excedentes generaba en el mundo.
Se fundamentaba en un trabajo esclavo teñido de horrores, que determinaba un promedio de vida del africano deportado de unos ocho años. Ya para la tercera década del siglo XVIII se consolidó una estructura socio-demográfica con una mayoría aplastante de esclavos, solo comparable con unas pocas colonias británicas y francesas en el Caribe. En 1789 la población esclava alcanzaba el 90% del total, apenas el 6% estaba compuesto de blancos (en su mayoría franceses de nacimiento) y el restante 4% de “libres de color”, primordialmente mulatos descendientes de franceses y africanas.
En Saint Domingue las rupturas socio-cultural adquirían visos tajantes y brutales. La separación tajante entre amos y esclavos daba lugar a que estos asimilaran escasamente aspectos de la cultura metropolitana.
Los mulatos libres eran objeto de un discrimen humillante, sometidos a condición jurídica inferior a pesar de que algunos eran dueños de plantaciones.
Entre los mismos esclavos de mayoría africana reinaba la dispersión a causa de la variedad de culturas originarias. Solo la minoría nacida en la isla compartía patrones culturales sobre la base del procesamiento del idioma creole y fenómenos como el vodú.
Los mismos franceses se hallaban escindidos entre una mayoría de petits blancs y la reducida clase de hacendados. Los resentimientos estaban contenidos sobre la base del ejercicio de la violencia.
Saint Domingue era un volcán que erupcionó en la última década del siglo XVIII por razones bien conocidas. Al final del proceso revolucionario, los blancos fueron exterminados y la fundación del Estado haitiano en 1804 se sustentó en una alianza entre mulatos y negros. Primó un concepto racial en la estructuración de Haití, al definirse sus ciudadanos como negros.
Pero detrás de esta propuesta unidad racial subsistía la rivalidad entre los africanos y sus descendientes con los mulatos. Estos se auto segmentaban de la mayoría en identidad e intereses clasistas. El conflicto derivado, que prolongaba los trazos del pasado colonial, se hizo crónico, al grado de atravesar el decurso de la historia haitiana
hasta la tiranía de François Duvalier.
Los mulatos se consideraban los únicos habilitados para el ejercicio del poder social y político por derecho propio, como antiguos propietarios y depositarios de la cultura metropolitana, factores que combinados les otorgaba una pretensión de superioridad.
Paralelamente, sin embargo, tras la abolición de la esclavitud en 1793 se fue constituyendo un embrión de clase dominante salida de la jefatura de las filas rebeldes de los antiguos esclavos. Se apropiaron de plantaciones confiscadas a los blancos ausentes o liquidados y, sobre la base de su protagonismo militar, desde antes de
1804 se propusieron ejercer la hegemonía en contraposición con los líderes mulatos que controlaban los departamentos del Sur y el Oeste.
Desde los primeros tiempos del Estado haitiano se puso de relieve la pugna entre mulatos y negros, al grado que tras la liquidación de su fundador, el emperador Jean Jacques Dessalines, llegó a haber cuatro Estados en Haití: la República presidida por Alexandre Pétion en el Sur y el Oeste; el Reino de Henri I en el Norte y el Artibonito; el
singular reino de nuevos cimarrones, contrario a la República, en el extremo occidental dirigido por el antiguo capitán Jean-Baptiste Perrier (Goman), y la efímera secesión del Sur respecto al Oeste en 1810 bajo el mando de André Rigaud. También se agregó la rebelión de “mulatos”, esto es, no monárquicos, en el extremo occidental del Norte, bajo el mando del general expedicionario André Lamarre.
Terminó primando la República, que derrotó a los monárquicos “negristas” en 1820, a causa de la incapacidad de gestión de estos y el descontento del campesinado con sus brutales patrones de explotación social. Pero en la República permaneció latente todo el tiempo la rivalidad entre grupos de color, lo que suscitaba conspiraciones y castigos ejemplares casi continuos.
Un ingrediente crucial radicó en la ruptura del campesinado con el orden implantado, expresada en el refugio en las montañas para escapar de compulsiones terratenientes y fiscales. El efecto de la resistencia campesina fue la generalización progresiva del minifundio de auto subsistencia, cerrado a la producción para el mercado,con excepción del café.
Todos los sectores de la clase dominante se sustentaron en el control de los aparatos estatales y en actividades no productivas, principalmente el comercio. El futuro de la economía del país estaba comprometido, lo que quisieron evitar Toussaint Louverture y los fundadores de Haití al propugnar por una recomposición terrateniente que asegurara la persistencia de las exportaciones.
El presidente Jean Pierre Boyer representó la culminación de la hegemonía mulata. Ha de aclararse que se entendía socialmente por mulatos, desde una matriz política, a todos los que aceptaban el orden republicano (incluidos numerosos negros con un estatus social elevado y nivel educativo), aunque la distinción basada en el color de la piel se mantuviese inalterada.
Al no borrarse las barreras y las consiguientes pugnas, la caída de Boyer en 1843 dio lugar a la apertura de una explosión de aspiraciones de los negros, que tuvo por culminación el nuevo imperio de Faustin Soulouque, que atacó mortíferamente a los mulatos por medio de bandas de rufianes.
La gestión de Soulouque no pudo ser más desastrosa, pero la rivalidad se mantuvo entre altibajos hasta la reivindicación del antiguo ministro Lysius Salomon, sujeto capaz que intentó iniciar una modernización sobre la base de la hegemonía negra.
Cada parte maniobró con base en principios políticos, con lo que se recomponía la fractura en las alturas sobre la base de criterios étnicos. Normalmente los mulatos se proclamaban republicanos y muchos de ellos de orientación democrática, aunque el régimen instalado por Pétion y continuado por Boyer fue una suerte de monarquíaencubierta.
La diferenciación de los grupos en pugna se recompuso bajo la presidencia de Fabbre Geffrard, en 1859, aunque la culminación se produjo con el liderazgo liberal de Jean Pierre Boyer Bazelais, aplastado por los negristas partidarios de un principio nacional no democrático. Como ha mostrado el gran historiador Leslie Manigat, Boyer Bazelais no gozó del apoyo de la mayoría del pueblo.
En síntesis, las élites dirigentes haitianas se mantuvieron en estado crónico de confrontación sobre la base del principio de color. Los mulatos tuvieron a la postre una política social que les permitía una hegemonía inestable, a partir de la repartición de tierra por Pétion, que dio acceso a parcelas de los terrenos nacionales a soldados y oficiales, aunque su contenido principal fue consolidar una élite de generales como terratenientes.
Los dirigentes negros, por su parte, explotaron el tema del color para ganar el favor de la mayoría campesina, lo que les permitía una vigencia constante. Los movimientos campesinos contra la explotación terrateniente tomaron el motivo del color, como aconteció con los sureños piquets a partir de 1844 o, en menor medida, los ulteriores cacos norteños.
La agenda de color traducía una fragmentación de la sociedad haitiana sobre bases económicas, sociales, étnicas y territoriales. No se construyó un orden estable que impulsara la modernización. La élite mulata, la que ejercía una hegemonía siempre recompuesta, percibía a la masa del pueblo con distante desdén como “los negros”.
No se construyeron mediaciones tendentes a la aparición de planos efectivos de reconocimiento común y susceptibles de solventar la cronicidad de conflictos.
Tal trayectoria culminó en la imposición de una hegemonía mulata estable por los invasores estadounidenses en 1915, sobre la base de consideraciones racistas. A su vez, tal hegemonía estalló, en un primer hito de 1946, por razones parecidas a las anteriores, seguido una década después de la imposición de la tiranía de Duvalier, ferviente adalid de la negritud.
Una agenda política semejante, fundamentada en el color, ha estado ausente en la existencia de la República Dominicana. Los procesos de luchas nacionales desde inicios del siglo XIX tendieron a debilitar los estereotipos racistas del mundo occidental y de procedencia colonial. Los adalides de la libertad de los dominicanos enfatizaron la unidad de todos al margen del color de la piel y de cualquier criterio étnico.
Desde 1844 no ha habido agrupamientos de significación pautados por motivaciones étnicas o de color. En
último caso, en las situaciones en que ha estado presente, la temática no ha cobrado centralidad y ha quedado siempre en segundo plano. Los mismos conservadores decimonónicos supieron encubrir su ideología racista con alegatos universalistas.
Semejante variante de ideología racial no excluye la comunidad de pertenencia sobre la base de consideraciones culturales.
Si en ciertas situaciones ha aflorado con agudeza la temática de “razas” o de color, se ha debido más bien a su presentación por dominadores extranjeros. Fue lo sucedido en la Anexión de 1861. Aunque una porción de los dominicanos urbanos de piel clara tendió a depositar expectativas en el ordenamiento español, no fue un movimiento unánime y ni siquiera guiado en sí por consideraciones racialistas, sino sociales.
Claro está, esto no niega la persistencia de preceptos de valoraciones de color. Incluso los “blancos de la
tierra”, “indios” o como asumieran la especificidad de la identidad, se reconocieron como “negros” a partir de la designación por los militares españoles. Algo parecido sucedió en 1916, ante el racismo rampante de los “civilizadores” del imperialismo norteamericano.
Pero hubo dominicanos de piel clara u oscura entre anexionistas y restauradores. José Antonio Salcedo, el rubio Pepillo, primer presidente de Santiago de los Caballeros, enfrentó al anexionista Juan Suero, el “Cid Negro”. El moreno Antonio Guzmán, compadre de Pedro Santana, fue primero anexionista y luego restaurador. Quienes en las filas mambisas esbozaron consignas raciales fueron pronto acallados, como se vio en la actuación de Manuel Rodríguez (El Chivo) y su control por su ídolo Gregorio Luperón, partidario de la unión de todos al margen de coloraciones.
Aunque anormalidad, incluso en el contexto de promoción de personas de orígenes humildes desde la Restauración, el mulato oscuro Ulises Heureaux, considerado negro por la generalidad, no fue objetado sobre la base de consideraciones racialistas. Por el contrario, se apoyó en los círculos encumbrados de la naciente burguesía tradicional, dentro de la cual predominaban europeos y otros extranjeros.
Las ejemplificaciones podrían llegar al infinito, hasta en el consumado racista Trujillo, abierto al reconocimiento
de los “negros” como parte de la comunidad dominicana, al grado de promover su presencia en los cuerpos militares, a pesar del esfuerzo por minimizar su participación demográfica.
No se quiere significar que una historia haya sido mejor que la otra. Han sido diferentes. La diferencia de fondo no reside en el orden de lo denominado racial o de color, aunque haya incidido de maneras divergentes y resalten proporciones distintas de grupos de color en los dos lados de la isla. Más allá, reside en principios constitutivos de larga data, uno segmentado y el otro más integrador. Se concreta en el hecho consumado
de la conformación de dos pueblos, con procesos históricos que han retroalimentado diferencias y divergencias.
Haití procuró sostener su condición independiente sobre bases raciales, lo que no se produjo entre los dominicanos. De ahí una de las motivaciones de la pretensión de subyugar a los dominicanos hasta avanzado el siglo XIX. En sentido contrario, desde 1844 los círculos dirigentes dominicanos, liberales y conservadores, se esmeraron en abrirse a las relaciones con los países desarrollados, vistos como modelo a seguir, al grado de que
germinaron en ellos propuestas proteccionistas o anexionistas.
Los dirigentes haitianos recelaron de la autonomía de los dominicanos movidos por la preservación de la suya y el desconocimiento de una entidad distinta. Todavía más desgraciada fue la negativa a aceptar la ruptura de 1844, pese a haber contado con el respaldo de la totalidad de los dominicanos. Recelos de larga data de parte y parte han enturbiado las relaciones entre los dos países.
Sin embargo, estas han atravesado por situaciones muy distintas. El antihaitianismo fue la respuesta de los sectores dirigentes a partir de 1844, no solo con vistas a repeler las agresiones, sino para cimentar un consenso
vis-a-vis el enemigo.
Un fenómeno equivalente se forjó en Haití bajo el supuesto del peligro del establecimiento de una potencia europea en la isla. Después se han atravesado momentos de sosiego y coexistencia.
Determinados sucesos han retroalimentado un sentido de contraposición pautado por discursos oficiales traducidos a narrativas pedagógicas. Fue el caso de las matanzas de dominicanos en 1805 o la masacre de nacionales haitianos en 1937.
Las clases dominantes de ambos países por momentos han cimentado mecanismos hegemónicos a base del
enfrentamiento del vecino enemigo. El discrimen de una parte ha sido respondido con el rencor en la otra. La narrativa histórica, abierta o solapada, ha contribuido decisivamente a consolidar las rutas de ambos países.
En la actualidad se dan fenómenos un tanto divergentes.
En República Dominicana, a pesar de la migración masiva de haitianos, el antihaitianismo popular ha disminuido su incidencia, sobre todo después del período de los Doce Años de Joaquín Balaguer, realidad que contraviene las denuncias internacionales de origen imperial. La afluencia migratoria de este lado de la isla ha generado rechazos y recelos. La inmigración ilegal ha sido asumida como problema sensible por numerosos dominicanos, lo que es motivo de resentimiento del otro lado, sobre todo cuando se producen deportaciones.
En consonancia, a menudo círculos políticos actuantes intentan compactarse en Haití por oposición a los dominicanos en bloque. Se les achaca solapadamente racismo universal y culpabilidad colectiva en la matanza de 1937. Tal lineamiento fue iniciado como política central de Estado por el corrupto demagogo Jean Bertrand Aristide.
Por lo visto, la construcción de lazos de fraternidad entre los dos países, un deber moral y de lucidez política, atravesará por intrincados caminos. Hoy la migración desordenada haitiana se ha tornado en un caldo de crispaciones. En Haití, con razón, se resiente la reducción de ese país a condición económica subsidiaria de República Dominicana.
Los grupos de poder dominicanos hacen jugosos negocios en Haití en contubernio con los sectores tradicionales de ese país.
Habida cuenta de un panorama tan complejo, la senda hacia la amistad requiere el reconocimiento de las diferencias, pues los principios constitutivos de las dos naciones han sido diferentes e incluso divergentes.
Dos cuestiones problematizan la tradición nacional dominicana.
El primero, la postura negrista de intelectuales y artistas, carece posibilidades de ganar cuerpo por el arraigo de los principios integrativos sobre los cuales se ha construido la nación dominicana.
No importa que personas de izquierda o que fueron de izquierda secunden esta postura, pues responde a modas, desconocimiento o resentimientos. La segunda, la migración haitiana, presenta retos más complejos. Hasta hace poco, la generalidad de haitianos y descendientes se integraban a la comunidad dominicana.
El fenómeno fue observado por Sócrates Nolasco en su respuesta a la obra de Jean Price-Mars, cuando
aseveró que el migrante haitiano se “dominicaniza” al instalarse de este lado, al grado de variar en sus percepciones de color. Esta reacción es confirmada por mi amigo sociólogo Giovanni Brito, conocedor exhaustivo de la zona fronteriza. Pero la masificación de la migración que esa reacción no opera como antaño. Desde hace unas décadas ha surgido la categoría del “domínico-haitiano” como un reflejo espontáneo de un conglomerado
permanentemente superexplotado y deslindado por barreras étnicas y sociales.
Está pendiente para el futuro visible determinar si la segmentación de los haitianos residentes y sus descendientes provocará su distanciamiento de los parámetros culturales con que se ha construido la comunidad dominicana. Sobrevendría el riesgo de reivindicaciones étnicas con equivalencia nacional que alterarían los parámetros de universalidad integrativa sobre los cuales se ha construido la nación dominicana. Ahí radica el problema sustantivo del acrecentamiento indefinido de la migración haitiana.
Hasta ahora, República Dominicana ha existido bajo el principio de una unidad nacional, que implica una diferencia que le ha dado sostén a los discursos nacionalistas haitianos teñidos de antidominicanismo. La alteración de este principio de la unidad nacional, sustentado en la integración de la diversidad por un prisma político, abre una brecha por la que puede producirse la destrucción de la nación, como ha sido entendida
desde la obra y las ideas de los patricios fundadores de la sociedad La Trinitaria.
En tal caso, el país se verá envuelto en querellas étnico-nacionales que impedirán cualquier agenda constructiva. Advendría un orden del conflicto que extendería a la nación dominicana elementos constitutivos de la comunidad haitiana que se plasman en el agravamiento trágico de sus males.
La posibilidad de entendimiento y colaboración fraternal entre dominicanos y haitianos pasa por el reconocimiento respetuoso de las diferencias nacionales y de los intereses de cada parte. Si bien sigue valiendo el aserto de Duarte sobre la imposibilidad e fusión entre dominicanos y haitianos, gana vigencia el imperativo de la fraternidad de los dos pueblos con base en el reconocimiento de sus características e intereses.
La vida del presente convoca a la cooperación sustentada en la amistad. Implica deponer querencias del pasado y observar respeto mutuo. A los dominicanos nos toca tirar la primera piedra al mostrar solidaridad ante la desgraciada situación en que se encuentra el pueblo haitiano.